La presidencia supra constitucional
26 de junio de 2012
El hundimiento del Acto Legislativo
aprobatorio de la mal llamada reforma a
la justicia es insuficiente para conjurar sus efectos perversos. Al igual
que un aborto no desaparece al feto sino que le da muerte, el aborto
constitucional ideado por el gobierno y algunos arrepentidos congresistas no
hace desaparecer del mundo jurídico el Acto Legislativo.
Aquel ya nació a la vida jurídica,
independientemente de que sea publicado o no por el gobierno, ya que lo que exige la Constitución es la publicación del proyecto después del
primer periodo de sesiones ordinarias... Tal como lo anota Pedro Medellín en su
columna de hoy en El Tiempo, un juez de la república que falle en derecho tendría
que ordenarle al Presidente de la República la publicación del Acto Legislativo
si así se lo requiriese un ciudadano por medio de una acción de cumplimiento.
La Constitución dice que la reforma será publicada por el gobierno. No dice
que será promulgada por el gobierno. Es decir, según
la Constitución no debe haber por parte del gobierno una refrendación de la
validez de la reforma desde un punto de vista sustantivo, tal como sí ocurre
con las leyes por medio de la promulgación. El gobierno, según la Constitución,
debe limitarse en los casos de aprobación de los Actos Legislativos a publicarlos;
es decir, incluirlos en el diario oficial e imprimirlos, para que los
ciudadanos puedan conocerlos.
Pero el gobierno sostiene algo distinto: el
gobierno afirma que tiene el poder (y el deber) de objetar el Acto Legislativo de
la reforma a la justicia por diversas razones. El éxito de esa objeción depende
de que la ciudanía, las Cortes y el Congreso acepten la nueva doctrina
constitucional propuesta por el gobierno, la cual puede resumirse así: el
Presidente de la República tiene el derecho y el deber de objetar las
modificaciones a la Constitución hechas por el constituyente derivado por razones de inconveniencia y/o de
inconstitucionalidad.
Esa doctrina constitucional tiene una serie
de implicaciones y consecuencias monstruosas, que hacen pensar que la cura
puede ser mucho más grave que la enfermedad. Primero, la doctrina descrita
convierte al Presidente de la República en una especie de Supraconstituyente. Por
un lado, lo faculta para poner límites al constituyente
derivado (es decir al Congreso en el ejercicio de su actividad constituyente)
por razones de inconveniencia y/o de inconstitucionalidad, sin que exista un
límite razonable sobre el ejercicio discrecional de ese derecho/deber.
Por otro lado, todavía más grave aún,
contiene el germen de una idea perversa y potencialmente criminal: el
Presidente es el depositario último
de la voluntad general, el Presidente
es la voz del pueblo, el Presidente es el guardián de la Constitución, el
Presidente es la Constitución. Y no
estoy hablando del Presidente Santos. Estoy hablando de cualquier gobernante
que ocupe el solio presidencial.
Segundo, con base en lo anterior, la doctrina
constitucional exacerba el poder del Presidente de la República en un país en
el cual de por sí el ejecutivo controla todo o casi todo: la burocracia, el Congreso,
los medios de comunicación, etc. En Colombia, al igual que en la mayoría de los países con
sistemas de gobierno presidenciales, el que gana las elecciones, gana todo. No
hay puntos medios. A la oposición le quedan pocas alternativas: resistir y
sucumbir o ceder y aferrarse a la vida.
Tercero, podría servir de plataforma a otra
idea igualmente monstruosa: el Presidente no sólo puede objetar las iniciativas
del constituyente derivado, sino que
también puede objetar las iniciativas del constituye
primario (es decir del pueblo). Ni artículo 375 de la Constitución ni la Ley 5 dan al
Presidente la facultad de objetar un Acto Legislativo. Y sin embargo, la
doctrina constitucional impulsada por el gobierno está tomando forma y
abriéndose camino. Ahora bien, si la doctrina constitucional señalada se abre paso, no se ve por qué razón - bajo su particular propuesta de hermenéutica jurídica - el Presidente de turno no podría objetar también
una reforma constitucional aprobada por el constituyente primario.
Cuarto, al convertir al Presidente en un
Supraconstituyente la doctrina constitucional del gobierno lo pone, en la
práctica, en un escalón que está por encima del derecho y que incluso le trasciende. El Presidente se convierte, en suma, en la encarnación de la ley; está sobre
ella y es ella. El Presidente se
convierte así en el soberano retratado por el Leviatán de Hobbes; lo que Uribe
siempre quiso ser, sin lograrlo.
Es posible suponer que las consecuencias
descritas arriba no sean las deseadas ni perseguidas por el Presidente Santos, pero en manos poco escrupulosas el poder Supraconstituyente que se
desprende de la doctrina constitucional ideada por su equipo jurídico podría propiciar una explosión de golpes funestos a nuestra democracia.
Finalmente, el Acto Legislativo aprobado por
el Congreso con la aquiescencia del gobierno es un tumor maligno enquistado en
el seno de nuestra Constitución que difícilmente podrá ser extraído, y que,
con cirugía o sin ella, podrá degenerar en la más grave y horrenda descomposición política y legal. Sin embargo, es justo reconocer que en esta
hora aciaga de la historia constitucional del país, pocas alternativas le
quedaban al gobierno. Cualquiera de las alternativas lo llevaban a avalar alguna forma de suplantación constitucional, enfrentándose a lo que los filósofos políticos llaman “dirty hands dilemma”: entre dos males, el
gobernante debe elegir el menor… o al menos intentarlo.
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