lunes, 16 de diciembre de 2013

¿Y la república, en dónde queda?



Nuestra Constitución, nuestras leyes, nuestras instituciones y sus decisiones son sagradas y deben respetarse, sin perjuicio de las vías legales que todo ciudadano tiene para impugnarlas.

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El tono y alcance de la reacción del alcalde de Bogotá frente a la decisión proferida por el Procurador Alejandro Ordoñez esta semana en su contra, debería provocar una honda reflexión sobre la forma en que nuestros hombres y mujeres de Estado afrontan las decisiones de los entes creados por la Constitución y las leyes para controlar sus actuaciones como servidores públicos.

Desde que tengo uso de razón – y supongo que desde que la política existe – ha sido moneda corriente escuchar a los políticos investigados o sancionados por los órganos encargados de ejercer facultades judiciales o de control, afirmar que están siendo “objeto de una persecución política”.

En febrero de 2011, por ejemplo, un grupo de líderes del Polo Democrático Alternativo, conformado por Iván Moreno, Alexander López y Germán Ávila, viajó a los Estados Unidos con el fin de denunciar la persecución política de la que – según ellos – era objeto la alcaldía de Samuel Moreno.

Los 3 dirigentes viajaron con el fin de reunirse con la ONG Freedom House; con el Centro por la Justicia y el Derecho Internacional; con el senador Sam Farr de California; con el Centro de Derechos Humanos Robert F. Kennedy; con el Departamento de Estado; y con la Comisión Interamericana de Derechos Humanos; con el objeto de “desenmascarar” la persecución política que el “estamento” estaba desarrollando en contra del alcalde Samuel Moreno y de denunciar las violaciones de derechos humanos en Colombia. Poco más necesita decirse. Todos sabemos cómo evolucionó esa historia.

Más recientemente, supuestos seguidores del ex gobernador de la Guajira Kiko Gómez, recientemente capturado por hechos que todavía no se han resuelto de fondo, manifestaron que las actuaciones de las autoridades en contra de su jefe político estaban motivadas por una persecución política. Ya podemos imaginar cómo evolucionará esa historia.

Por estos días, de forma similar, Petro afirma que es víctima de una persecución política del fascismo y la plutocracia. Sin perjuicio de las herramientas jurídicas que el alcalde  tiene al alcance de la mano para impugnar la decisión, el quid del asunto es que el imperio de la ley y de sus agentes debe respetarse. Atacar las decisiones de nuestras instituciones tal como lo hace el alcalde, le hace un flaco favor a la democracia.

Después de abandonar las armas Gustavo Petro se comprometió a obedecer la Constitución, las leyes y todo el sistema jurídico que enmarca nuestra democracia, el cual le da forma, color y sustancia. Sin embargo, tan pronto una decisión de la Procuraduría lo afecta, Petro utiliza su investidura para inflamar desde la tribuna el odio de quienes siguieron algunas de sus banderas, incitándolos a la rebeldía en contra del Procurador y nuestras instituciones. Petro además utiliza su investidura para realizar el más imperdonable chantaje moral: la Procuraduría debe revocar la decisión proferida en su contra, para evitar el desbarranco del proceso de paz.

Pero entonces, ¿en dónde queda el Estado de Derecho? ¿en dónde queda el respeto por nuestras instituciones? ¿en dónde queda el deber de obediencia a la ley y a las decisiones de los jueces y los órganos de control? ¿En dónde queda el deber de todo ciudadano de inclinar la cabeza ante la justicia y las instituciones que deberían hacernos libres?

A lo cual debemos sumar otras preguntas: ¿A quién pertenecen los inmuebles desde los que el alcalde se ha dirigido a la ciudadanía? ¿Y las cámaras y canales de televisión utilizados en las transmisiones en vivo? ¿Pertenecen al Distrito? ¿A todos los bogotanos? ¿Son parte de su propio patrimonio? ¿Es legítimo hacer uso de esos bienes en el curso de las actuaciones políticas encaminadas a radicalizar el respaldo de sus adeptos y a intimidar al Procurador?

La utilización que Petro ha hecho de su investidura para defenderse frente a la decisión de la Procuraduría bastaría, en mi criterio, para hacerse acreedor a una sanción de la mayor severidad: es lo que el derecho anglosajón llama abuse of color of office, es decir el uso de la investidura como servidor público para defender un interés personal.

Una comunidad política en la que los funcionarios públicos hacen lo que el alcalde ha hecho estos días, es una comunidad en la que el Estado de Derecho naufraga, y en la que reinan el caudillismo o la democracia plebiscitaria que dio origen al reinado del horror en la Europa de mediados del siglo pasado. Colombia debe caminar por otro rumbo. Debemos avanzar por la senda del respeto a la legalidad, a nuestras instituciones, a las decisiones de nuestros magistrados y de los entes de control; debemos avanzar por el camino del respeto por la república, por la cosa pública.


Otro debate distinto es si las instituciones encargadas de la justicia y el control de los servidores públicos deberían ser transformadas o liquidadas, empezando por quienes investigan y juzgan a las cabezas de los entes de control e incluso al Presidente de la República. Pero mientras estén ahí, en nuestra Constitución, en nuestra norma de normas, y en nuestras leyes, las decisiones de esas instituciones son sagradas y deben respetarse.






[1] Abogado y especialista en derecho penal de la Universidad del Rosario; master en leyes (LL.M.) de la Universidad de Columbia; profesor universitario.