Nuestra Constitución, nuestras
leyes, nuestras instituciones y sus decisiones son sagradas y deben respetarse,
sin perjuicio de las vías legales que todo ciudadano tiene para impugnarlas.
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El tono y alcance de la reacción del alcalde de Bogotá frente a la
decisión proferida por el Procurador Alejandro Ordoñez esta semana en su contra,
debería provocar una honda reflexión sobre la forma en que nuestros hombres y
mujeres de Estado afrontan las decisiones de los entes creados por la
Constitución y las leyes para controlar sus actuaciones como servidores
públicos.
Desde que tengo uso de razón – y supongo que desde que la política
existe – ha sido moneda corriente escuchar a los políticos investigados o
sancionados por los órganos encargados de ejercer facultades judiciales o de
control, afirmar que están siendo “objeto de una persecución política”.
En febrero de 2011, por ejemplo, un grupo de líderes del Polo
Democrático Alternativo, conformado por Iván Moreno, Alexander López y Germán Ávila,
viajó a los Estados Unidos con el fin de denunciar la persecución política de
la que – según ellos – era objeto la alcaldía de Samuel Moreno.
Los 3 dirigentes viajaron con el fin de reunirse con la ONG
Freedom House; con el Centro por la Justicia y el Derecho Internacional; con el
senador Sam Farr de California; con el Centro de Derechos Humanos Robert F.
Kennedy; con el Departamento de Estado; y con la Comisión Interamericana de
Derechos Humanos; con el objeto de “desenmascarar” la persecución política que
el “estamento” estaba desarrollando en contra del alcalde Samuel Moreno y de
denunciar las violaciones de derechos humanos en Colombia. Poco más necesita
decirse. Todos sabemos cómo evolucionó esa historia.
Más recientemente, supuestos seguidores del ex gobernador de la
Guajira Kiko Gómez, recientemente capturado por hechos que todavía no se han
resuelto de fondo, manifestaron que las actuaciones de las autoridades en
contra de su jefe político estaban motivadas por una persecución política. Ya
podemos imaginar cómo evolucionará esa historia.
Por estos días, de forma similar, Petro afirma que es víctima de
una persecución política del fascismo
y la plutocracia. Sin perjuicio de
las herramientas jurídicas que el alcalde
tiene al alcance de la mano para impugnar la decisión, el quid del asunto es que el imperio de la
ley y de sus agentes debe respetarse. Atacar las decisiones de nuestras
instituciones tal como lo hace el alcalde, le hace un flaco favor a la
democracia.
Después de abandonar las armas Gustavo Petro se comprometió a obedecer
la Constitución, las leyes y todo el sistema jurídico que enmarca nuestra
democracia, el cual le da forma, color y sustancia. Sin embargo, tan pronto una
decisión de la Procuraduría lo afecta, Petro utiliza su investidura para inflamar
desde la tribuna el odio de quienes siguieron algunas de sus banderas, incitándolos
a la rebeldía en contra del Procurador y nuestras instituciones. Petro además
utiliza su investidura para realizar el más imperdonable chantaje moral: la
Procuraduría debe revocar la decisión proferida en su contra, para evitar el
desbarranco del proceso de paz.
Pero entonces, ¿en dónde queda el Estado de Derecho? ¿en dónde
queda el respeto por nuestras instituciones? ¿en dónde queda el deber de
obediencia a la ley y a las decisiones de los jueces y los órganos de control? ¿En
dónde queda el deber de todo ciudadano de inclinar la cabeza ante la justicia y
las instituciones que deberían hacernos libres?
A lo cual debemos sumar otras preguntas: ¿A quién pertenecen los
inmuebles desde los que el alcalde se ha dirigido a la ciudadanía? ¿Y las cámaras
y canales de televisión utilizados en las transmisiones en vivo? ¿Pertenecen al
Distrito? ¿A todos los bogotanos? ¿Son parte de su propio patrimonio? ¿Es
legítimo hacer uso de esos bienes en el curso de las actuaciones políticas
encaminadas a radicalizar el respaldo de sus adeptos y a intimidar al
Procurador?
La utilización que Petro ha hecho de su investidura para
defenderse frente a la decisión de la Procuraduría bastaría, en mi criterio,
para hacerse acreedor a una sanción de la mayor severidad: es lo que el derecho
anglosajón llama abuse of color of office,
es decir el uso de la investidura como servidor público para defender un
interés personal.
Una comunidad política en la que los funcionarios públicos hacen
lo que el alcalde ha hecho estos días, es una comunidad en la que el Estado de
Derecho naufraga, y en la que reinan el caudillismo o la democracia
plebiscitaria que dio origen al reinado del horror en la Europa de mediados del
siglo pasado. Colombia debe caminar por otro rumbo. Debemos avanzar por la
senda del respeto a la legalidad, a nuestras instituciones, a las decisiones de
nuestros magistrados y de los entes de control; debemos avanzar por el camino
del respeto por la república, por la cosa pública.
Otro debate distinto es si las instituciones encargadas de la
justicia y el control de los servidores públicos deberían ser transformadas o
liquidadas, empezando por quienes investigan y juzgan a las cabezas de los
entes de control e incluso al Presidente de la República. Pero mientras estén
ahí, en nuestra Constitución, en nuestra norma de normas, y en nuestras leyes, las
decisiones de esas instituciones son sagradas y deben respetarse.
[1] Abogado y especialista en
derecho penal de la Universidad del Rosario; master en leyes (LL.M.) de la
Universidad de Columbia; profesor universitario.