La quimera de la
justicia
24 de junio de 2012
Juan Carlos Esguerra pagó cara su inexperiencia política:
tiró por la borda una carrera brillante como jurista en unas cuantas semanas de
turismo constitucional. Quien juró defender la Constitución y la ley como Ministro
de Justicia, acabó por ser cómplice, tal vez sin quererlo, del mayor atentado jurídico
sufrido por la Constitución Política de 1991 y por nuestro Estado Social de Derecho.
Pero el señor Esguerra renunció a su cargo como Ministro tan
pronto se desató la tormenta; lo mínimo que debía hacer tras el anuncio del
Presidente de su intención de objetar el Acto Legislativo aprobado por el
Congreso, el cual contó con el aval explícito del Ministro. Con dicha renuncia
Esguerra asumió su responsabilidad política por el fiasco de la reforma. Lo
propio deberían hacer Simón Gaviria con la Jefatura del Partido Liberal y con la Presidencia de la
Cámara de Representantes, y Juan Manuel Corzo, Presidente del Senado.
Dejando la inconmensurable responsabilidad de Corzo de lado por ahora, es inaceptable que Simón Gaviria haya consentido en aprobar
la Reforma a la justicia sin siquiera leerla. Gaviria ha hecho otras cosas
bien: en un país con pocos líderes, ha liderado; en un país sin partidos, ha
buscado fortalecer el suyo; en un Congreso muchas veces irreflexivo, ha puesto
puntos de discusión valiosos sobre la mesa. Sin embargo, el error cometido es
inaceptable.
Como consecuencia del Acto Legislativo aprobado por el
Congreso, el cual contó con la expresa aprobación de Esguerra después de la
conciliación del texto final y con la firma de Simón Gaviria, el caos
constitucional, legal y litigioso es inminente. La endeble salida legal que
encontró el equipo de gobierno para detener el esperpento constitucional
aprobado por el Congreso, no resiste el menor examen jurídico.
La Constitución es clara al decir que ésta podrá
ser modificada por medio de Acto Legislativo expedido por el Congreso de la
República. Según el artículo 375 constitucional “El trámite del proyecto tendrá
lugar en dos periodos ordinarios y consecutivos. Aprobado en el primero de
ellos por la mayoría de los asistentes, el proyecto será publicado por el
Gobierno. En el segundo periodo la aprobación requerirá el voto de la mayoría
de los miembros de cada cámara”.
La norma mencionada no da al Presidente la facultad de sancionar el
Acto Legislativo. Por el contrario, obliga al Gobierno a publicar el proyecto
que haya sido aprobado en el primer periodo, sin imponer la necesidad de publicar
el proyecto aprobado durante o al finalizar el segundo periodo. A primera vista
parecería que el malabarismo jurídico usado por el Presidente no es
suficientemente fuerte.
Si la interpretación acá propuesta es correcta, eso
significaría que con la sola aprobación realizada por el Congreso del Acto
Legislativo, el cual ya tiene las firmas de los presidentes de cada Cámara,
empiezan a funcionar las reglas de juego, con independencia de su nueva
publicación por el gobierno, y sin importar su contra ataque.
A pesar de todo, es posible que el gobierno logre darle un manejo político a
la situación y que efectivamente logre devolver el Acto Legislativo para una nueva
revisión en el Congreso, pero las consecuencias no se harán esperar: los
abogados de los parapolíticos, los parlamentarios investigados, los ex
funcionarios del gobierno de la era del terror, y muchos otros hampones de la
peor ralea, engrasarán sus cañones y apuntarán toda su artillería, caso a
caso, contra la competencia de las instituciones que juzgan a sus clientes,
contra la Corte Suprema de Justicia y contra cualquier funcionario que se
abstenga de aplicar las nuevas normas aprobadas por el Acto Legislativo.
Esos funcionarios serán denunciados penalmente por
prevaricato, por fraude procesal, por falsedad documental, por delitos y
conductas que aún ni siquiera podemos imaginar. Los funcionarios terminarán
empapelados; vendrán recusaciones, impedimentos, tutelas y prescripciones; y culminarán
con la perpetuación del reinado impune y renovado del país político, tan claramente retratado
por Gaitán.
Los responsables de este desolador panorama deben
responderle al país, a su electorado y a sus partidos. Deben dar la cara, dar
explicaciones y renunciar a sus altas dignidades, ya que han demostrado no
merecerlas, ni siquiera por un día más.
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