sábado, 30 de junio de 2012

Separación de poderes y el poder constituyente de los mandos medios


30 de junio de 2012

La tormenta política de los últimos días nos invita a hacer una reflexión sobre el rol de los mandos medios en el proceso legislativo y constituyente. Quienes han trabajado con el gobierno conocen de sobra el poder que en determinadas circunstancias tienen los mandos medios en el proceso de construcción normativa. En ese proceso es común verlos sirviendo de alfiles de los ministros en el Congreso, realizando actividades de negociación, concertación y redacción de normas. El caso de la reforma a la justicia, por supuesto, no fue la excepción:

Carolina Deik es una joven abogada de la Universidad Javeriana, con una historia académica casi legendaria. Quienes la conocen dicen que se graduó del pregrado con uno de los promedios ponderados más altos en la historia de la institución; después trabajo con éxito en la firma de abogados de uno de los juristas más prestigiosos del país; y posteriormente fue admitida y becada por la Universidad de Harvard,  en donde cursó una maestría en leyes. Después regresó a Colombia con la intención de servirle al país.

No se imaginaba la señorita Deik lo que el destino le tenía reservado: en uno de los momentos críticos de la historia del país, tuvo ella que servir como punta de lanza del Ministro de Justicia en el proceso de concertación con el Congreso del Acto Legislativo por el cual se reformaba la justicia en Colombia. Tengo la seguridad de que la señorita Deik debió trabajar en ese proceso con total desprendimiento personal, sin intereses mezquinos, y con el único fin de servirle a su país y a su jefe, el Doctor Esguerra. Y sin embargo, la prensa le ha caído encima y ha pretendido mostrarla como uno de los actores responsables de la reciente hecatombe. Injusta e infame acusación.

Los mandos medios, como la señorita Deik, se ven enfrentados en este tipo de procesos a las siguientes presiones:  primero, la presión de sus jefes, quienes esperan de ellos resultados, y quienes por su parte le deben resultados al Presidente de la República; es decir, tienen encima la presión de los ministros y vice-ministros, y a su vez sienten de forma directa o indirecta, la presión del Presidente de la República. Segundo, la presión del tiempo, toda vez que los trámites legislativos y las reformas constitucionales de temas muy complejos y variados deben salir todos en el menor tiempo posible debido a la presión del gobierno y al régimen de los periodos de sesiones ordinarias del Congreso.

Tercero, la presión de la opinión pública, debido a que los temas en los que trabajan son, muchas veces, temas de gran impacto e interés nacional. Cuarto, la presión de congresistas de toda clase. Los corruptos, por regla general, son los más afables, los más queridos, los más zalameros. Tratan a los mandos medios de “muchacho”, “muchacha”, “niño” o “niña”; los abrazan con sus manos manchadas por conductas reprobables; los tratan con lambonería y con una falsa consideración; forcejean con ellos, y, por supuesto, se valen de su cargo y de sus votos para presionarlos. Es el caso de Merlano con los policías de tránsito, pero llevado al proceso legislativo o constituyente.

Pero el proceso de concertación legislativa y constituyente es mucho más complejo que la imposición de un parte por una infracción de tránsito. En el camino, los mandos medios en ocasiones deben ceder, conciliar y dar concesiones para poder avanzar en los puntos verdaderamente importantes de los proyectos que deben impulsar. En política, las posiciones absolutas no valen de nada. Así no se legisla ni una coma.

Quinto y último, los mandos medios se enfrentan en ocasiones a la ineptitud o desinterés de muchos congresistas en el proceso legislativo o constituyente. Así, con la intención de que los proyectos salgan adelante y queden bien hechos, los mandos medios terminan haciéndole la tarea a los congresistas,  escribiendo por ellos las normas y/o reformas a la Constitución; convirtiéndose así, sin siquiera darse cuenta, en constituyentes o legisladores, y en  sus secretarios o secretarias: "A ver mijo(a), anote..."

Y en este punto resulta lógico preguntarse: ¿cuál es el rol que realmente deberían cumplir los mandos medios en este proceso? ¿por qué razón termina un funcionario de cualquier ministerio redactando el Acto Legislativo o la ley, según el caso, que va a ser expedido por el Congreso de la República? ¿Será que el Congreso no está haciendo lo que le corresponde? ¿Hasta dónde la rama ejecutiva está llamada a cumplir esa función de co-redacción de normas una vez ha agotado su facultad de iniciativa legislativa? Y finalmente, ¿qué deberíamos esperar de los mandos medios en casos como el  de la reforma a la justicia, en el cual algunos de los acuerdos incluidos en el Acto Legislativo tanto indignaron al país? 

¿Realmente deberíamos esperar que los mandos medios salieran a hacer declaraciones públicas a los medios de comunicación, denunciando lo que fue concertado o se pretende concertar, en caso de que no les guste? ¿Deberíamos esperar que ellos llamen al Presidente de la República, pasándose por encima a su jefe (en quien, por demás, ellos confían), para denunciar algo con lo que no están de acuerdo? Más allá del deber de denunciar las conductas delictivas de las que tengan conocimiento, en desarrollo del deber que tiene todo servidor público de hacerlo, ¿hasta dónde deberían ejercer ese papel de guardianes de la Constitución y la ley que los medios de comunicación les están exigiendo?

Si bien es claro que los mandos medios le deben fidelidad a la Constitución, la ley y la ciudadanía, también es claro que dentro de la estructura de poder los mandos medios terminan siendo, hasta cierto punto, como leños arrastrados por el rio. ¿Hasta dónde podemos culparlos? ¿Acaso no son sus jefes los responsables políticos de las decisiones y acuerdos que haga el gobierno con el Congreso? 

Tal vez sea hora de repensar el esquema de las relaciones entre el Congreso y el Ejecutivo, para que cada uno haga lo que le corresponde, sin interferir indebida o innecesariamente en la esfera de competencia del otro, y de reconocer que el señor Esguerra ya pagó el precio de sus equivocaciones como responsable del Ministerio de Justicia. Deberíamos dejar a la señorita Deik en paz.

cenciso@camiloencisoabogados.com 












martes, 26 de junio de 2012

La presidencia supraconstitucional


La presidencia supra constitucional

26 de junio de 2012

El hundimiento del Acto Legislativo aprobatorio de la mal llamada reforma a la justicia es insuficiente para conjurar sus efectos perversos. Al igual que un aborto no desaparece al feto sino que le da muerte, el aborto constitucional ideado por el gobierno y algunos arrepentidos congresistas no hace desaparecer del mundo jurídico el Acto Legislativo.

Aquel ya nació a la vida jurídica, independientemente de que sea publicado o no por el gobierno, ya que lo que exige la Constitución es la publicación del proyecto después del primer periodo de sesiones ordinarias... Tal como lo anota Pedro Medellín en su columna de hoy en El Tiempo, un juez de la república que falle en derecho tendría que ordenarle al Presidente de la República la publicación del Acto Legislativo si así se lo requiriese un ciudadano por medio de una acción de cumplimiento.

La Constitución dice que la reforma será publicada por el gobierno. No dice que será promulgada por el gobierno. Es decir, según la Constitución no debe haber por parte del gobierno una refrendación de la validez de la reforma desde un punto de vista sustantivo, tal como sí ocurre con las leyes por medio de la promulgación. El gobierno, según la Constitución, debe limitarse en los casos de aprobación de los Actos Legislativos a publicarlos; es decir, incluirlos en el diario oficial e imprimirlos, para que los ciudadanos puedan conocerlos.

Pero el gobierno sostiene algo distinto: el gobierno afirma que tiene el poder (y el deber) de objetar el Acto Legislativo de la reforma a la justicia por diversas razones. El éxito de esa objeción depende de que la ciudanía, las Cortes y el Congreso acepten la nueva doctrina constitucional propuesta por el gobierno, la cual puede resumirse así: el Presidente de la República tiene el derecho y el deber de objetar las modificaciones a la Constitución hechas por el constituyente derivado por razones de inconveniencia y/o de inconstitucionalidad.

Esa doctrina constitucional tiene una serie de implicaciones y consecuencias monstruosas, que hacen pensar que la cura puede ser mucho más grave que la enfermedad. Primero, la doctrina descrita convierte al Presidente de la República en una especie de Supraconstituyente. Por un lado, lo faculta para poner límites al constituyente derivado (es decir al Congreso en el ejercicio de su actividad constituyente) por razones de inconveniencia y/o de inconstitucionalidad, sin que exista un límite razonable sobre el ejercicio discrecional de ese derecho/deber.

Por otro lado, todavía más grave aún, contiene el germen de una idea perversa y potencialmente criminal: el Presidente es el depositario último de la voluntad general, el Presidente es la voz del pueblo, el Presidente es el guardián de la Constitución, el Presidente es la Constitución. Y no estoy hablando del Presidente Santos. Estoy hablando de cualquier gobernante que ocupe el solio presidencial.

Segundo, con base en lo anterior, la doctrina constitucional exacerba el poder del Presidente de la República en un país en el cual de por sí el ejecutivo controla todo o casi todo: la burocracia, el Congreso, los medios de comunicación, etc. En Colombia, al igual que en la mayoría de los países con sistemas de gobierno presidenciales, el que gana las elecciones, gana todo. No hay puntos medios. A la oposición le quedan pocas alternativas: resistir y sucumbir o ceder y aferrarse a la vida.

Tercero, podría servir de plataforma a otra idea igualmente monstruosa: el Presidente no sólo puede objetar las iniciativas del constituyente derivado, sino que también puede objetar las iniciativas del constituye primario (es decir del pueblo). Ni artículo 375 de la Constitución ni la Ley 5 dan al Presidente la facultad de objetar un Acto Legislativo. Y sin embargo, la doctrina constitucional impulsada por el gobierno está tomando forma y abriéndose camino. Ahora bien, si la doctrina constitucional señalada se abre paso, no se ve por qué  razón - bajo su particular propuesta de hermenéutica jurídica - el Presidente de turno no podría objetar también una reforma constitucional aprobada por el constituyente primario.

Cuarto, al convertir al Presidente en un Supraconstituyente la doctrina constitucional del gobierno lo pone, en la práctica, en un escalón que está por encima del derecho y que incluso le trasciende. El Presidente se convierte, en suma, en la encarnación de la ley; está sobre ella y es ella. El Presidente se convierte así en el soberano retratado por el Leviatán de Hobbes; lo que Uribe siempre quiso ser, sin lograrlo.

Es posible suponer que las consecuencias descritas arriba no sean las deseadas ni perseguidas por el Presidente Santos, pero en manos poco escrupulosas el poder Supraconstituyente que se desprende de la doctrina constitucional ideada por su equipo jurídico podría propiciar una explosión de golpes funestos a nuestra democracia.

Finalmente, el Acto Legislativo aprobado por el Congreso con la aquiescencia del gobierno es un tumor maligno enquistado en el seno de nuestra Constitución que difícilmente podrá ser extraído, y que, con cirugía o sin ella, podrá degenerar en la más grave y horrenda descomposición política y legal.  Sin embargo, es justo reconocer que en esta hora aciaga de la historia constitucional del país, pocas alternativas le quedaban al gobierno. Cualquiera de las alternativas lo llevaban a avalar alguna forma de suplantación constitucional, enfrentándose a lo que los filósofos políticos llaman “dirty hands dilemma”: entre dos males, el gobernante debe elegir el menor… o al menos intentarlo.



domingo, 24 de junio de 2012

La quimera de la justicia


La quimera de la justicia
24 de junio de 2012

Juan Carlos Esguerra pagó cara su inexperiencia política: tiró por la borda una carrera brillante como jurista en unas cuantas semanas de turismo constitucional. Quien juró defender la Constitución y la ley como Ministro de Justicia, acabó por ser cómplice, tal vez sin quererlo, del mayor atentado jurídico sufrido por la Constitución Política de 1991 y por nuestro Estado Social de Derecho.

Pero el señor Esguerra renunció a su cargo como Ministro tan pronto se desató la tormenta; lo mínimo que debía hacer tras el anuncio del Presidente de su intención de objetar el Acto Legislativo aprobado por el Congreso, el cual contó con el aval explícito del Ministro. Con dicha renuncia Esguerra asumió su responsabilidad política por el fiasco de la reforma. Lo propio deberían hacer Simón Gaviria con la Jefatura del Partido Liberal y con la Presidencia de la Cámara de Representantes, y Juan Manuel Corzo, Presidente del Senado.

Dejando la inconmensurable responsabilidad de Corzo de lado por ahora, es inaceptable que Simón Gaviria haya consentido en aprobar la Reforma a la justicia sin siquiera leerla. Gaviria ha hecho otras cosas bien: en un país con pocos líderes, ha liderado; en un país sin partidos, ha buscado fortalecer el suyo; en un Congreso muchas veces irreflexivo, ha puesto puntos de discusión valiosos sobre la mesa. Sin embargo, el error cometido es inaceptable.

Como consecuencia del Acto Legislativo aprobado por el Congreso, el cual contó con la expresa aprobación de Esguerra después de la conciliación del texto final y con la firma de Simón Gaviria, el caos constitucional, legal y litigioso es inminente. La endeble salida legal que encontró el equipo de gobierno para detener el esperpento constitucional aprobado por el Congreso, no resiste el menor examen jurídico.

La Constitución es clara al decir que ésta podrá ser modificada por medio de Acto Legislativo expedido por el Congreso de la República. Según el artículo 375 constitucional “El trámite del proyecto tendrá lugar en dos periodos ordinarios y consecutivos. Aprobado en el primero de ellos por la mayoría de los asistentes, el proyecto será publicado por el Gobierno. En el segundo periodo la aprobación requerirá el voto de la mayoría de los miembros de cada cámara”.

La norma mencionada no da al Presidente la facultad de sancionar el Acto Legislativo. Por el contrario, obliga al Gobierno a publicar el proyecto que haya sido aprobado en el primer periodo, sin imponer la necesidad de publicar el proyecto aprobado durante o al finalizar el segundo periodo. A primera vista parecería que el malabarismo jurídico usado por el Presidente no es suficientemente fuerte.

Si la interpretación acá propuesta es correcta, eso significaría que con la sola aprobación realizada por el Congreso del Acto Legislativo, el cual ya tiene las firmas de los presidentes de cada Cámara, empiezan a funcionar las reglas de juego, con independencia de su nueva publicación por el gobierno, y sin importar su contra ataque.

A pesar de todo, es posible que el gobierno logre darle un manejo político a la situación y que efectivamente logre devolver el Acto Legislativo para una nueva revisión en el Congreso, pero las consecuencias no se harán esperar: los abogados de los parapolíticos, los parlamentarios investigados, los ex funcionarios del gobierno de la era del terror, y muchos otros hampones de la peor ralea, engrasarán sus cañones y apuntarán toda su artillería, caso a caso, contra la competencia de las instituciones que juzgan a sus clientes, contra la Corte Suprema de Justicia y contra cualquier funcionario que se abstenga de aplicar las nuevas normas aprobadas por el Acto Legislativo.

Esos funcionarios serán denunciados penalmente por prevaricato, por fraude procesal, por falsedad documental, por delitos y conductas que aún ni siquiera podemos imaginar. Los funcionarios terminarán empapelados; vendrán recusaciones, impedimentos, tutelas y prescripciones; y culminarán con la perpetuación del reinado impune y renovado del país político, tan claramente retratado por Gaitán.

Los responsables de este desolador panorama deben responderle al país, a su electorado y a sus partidos. Deben dar la cara, dar explicaciones y renunciar a sus altas dignidades, ya que han demostrado no merecerlas, ni siquiera por un día más.