Gustavo Petro ha sido un
hombre valioso para la democracia colombiana. Tras abandonar las armas se
comprometió con la paz y le cumplió al país la promesa de integrarse a la lucha
política y a la sociedad civil. Demostró que la reconciliación es posible.
En la época en que el
Congreso estaba conformado en más de un 40% por políticos apoyados por el
paramilitarismo, delató con vehemencia la presunta relación de Álvaro Uribe con
las CONVIVIR, los paramilitares y el narcotráfico. Gracias a sus
investigaciones tuvimos mejores elementos de juicio para concluir qué tipo de
Presidente había elegido Colombia.
Después Petro denunció el
carrusel de la contratación de Samuel Moreno y algunos de sus compañeros de
partido político de aquel entonces. También denunció el silencio cómplice del
Senador Jorge Robledo y las directivas de su partido. Gracias a su denuncia en
este frente tuvimos mejores elementos de juicio para concluir qué tipo de
partido era el Polo.
En suma, Petro siempre
defendió banderas importantes, se reconcilió con el país y la vida, y luchó con
vehemencia contra la corrupción. Se hizo merecedor de aplausos y muestras de gratitud
de todos los colombianos – entre los cuales me incluyo – por esas acciones, así
como por algunos de sus logros a la cabeza de Bogotá, incluyendo la reducción
de homicidios, el reconocimiento del derecho a un mínimo vital gratuito de agua
potable o la prohibición de las corridas de toros.
Tristemente, de ese hombre admirable
queda poco. Petro terminó por hacer todo aquello que criticó y a lo que se
opuso durante muchos años. Para empezar, después de haber denunciado durante largos
lustros la mala administración pública, se convirtió en un pésimo administrador
en su condición de alcalde, a pesar de algunos de los logros alcanzados bajo su
liderazgo. Fue notaria su improvisación en muchos asuntos, así como su
incapacidad para solucionar problemas de forma creativa y concertada.
La movilidad de Bogotá no
podría ser peor, la infraestructura está hecha añicos, la sostenibilidad fiscal
lograda tras un esfuerzo inmenso se fue por el caño, el problema del aseo de la
ciudad sigue sin solución definitiva y no pudieron construirse miles de las
viviendas gratuitas asignadas por el gobierno nacional para las familias más
pobres.
Por si fuera poco, utilizó
bienes y recursos públicos, tales como el Palacio Liévano y al Canal Capital en
desarrollo de su lucha por trasladar al escenario de la política su oposición a
un conjunto de decisiones de la Procuraduría y de la rama judicial, atacando a
dichas instituciones bajo la acusación de estar dirigidas por “fascistas” y “oligarcas”,
una acusación bastante irresponsable, igual de irresponsable a las acusaciones
de quienes en años recientes tildaron a Petro de “guerrillero”.
Además, en lugar de ayudar a
educar a la ciudadanía en los valores de la solidaridad, el respeto y la
fraternidad, se encargó de educarla en los valores del desprecio, el odio y la
lucha de clases. Se convirtió así en un remedo patético de seres que hasta
entonces habían sido inferiores a él, como el Comandante Hugo Chávez y su
heredero Nicolás Maduro.
Después de haber denunciado
durante décadas el poder y la manipulación de los medios de comunicación,
diseñó y puso en marcha uno de los mayores proyectos de manipulación mediática
emprendidos jamás por nuestra clase política.
Durante los primeros meses
de su gobierno, Canal Capital iba por buen camino, visibilizando problemas y recuperando la memoria extraviada de los
colombianos. Poco tiempo después, sin embargo, convirtió a ese canal público en
el mayor instrumento de propaganda política de nuestra historia reciente.
De paso, el Director de
Canal Capital, Hollman Morris, de periodista eminente y demócrata comprometido,
pasó a ser un propagandista habilidoso al servicio de un hombre que fue
inferior a su misión histórica y al encargo del pueblo que votó por él.
Finalmente, Petro usufructuó
con éxito relativo el Sistema Interamericano de Derechos Humanos bajo el
argumento de la violación al debido proceso y a sus derechos políticos por
parte de las instancias que instruyeron el proceso disciplinario en su contra
en Colombia.
La Comisión Interamericana, contrariando
su propia doctrina que establece que el Sistema Interamericano no debe operar
como una cuarta instancia sino como un sistema residual para la protección de
los derechos humanos en los casos en que el Estado denunciado haya denegado el
debido proceso o el acceso a la justicia, tomó una decisión que puso en
entredicho la legitimidad de todo el Sistema.
En lugar de cumplir de forma
ágil con su deber de revisar el cumplimiento de los requisitos que establece el
sistema para determinar la admisibilidad de una petición, incluyendo el agotamiento
de los recursos internos, decidió expedir una resolución de medidas cautelares
que le evitó provisionalmente la obligación de pronunciarse de fondo sobre la
admisibilidad del caso, el cual a todas luces no cumplía con los requisitos
exigidos por el Sistema.
Si se hubiera pronunciado de
fondo sobre la admisibilidad de la demanda - ¡y sí que tuvo tiempo para revisar
si se cumplían o no los requisitos: más de 5 meses! – hubiera rechazado de
plano la solicitud de Petro y sus abogados. En cambio, al disponer la adopción
de medidas cautelares la Comisión sentó un precedente nefasto: cualquier
persona o personas - ¡y en particular los políticos o autoridades públicas de
cualquier país! - pueden acudir al sistema para pedir medidas cautelares cuando
las autoridades judiciales, disciplinarias o fiscales de sus respectivas
jurisdicciones, amenacen con destituirlos por la comisión de infracciones
disciplinarias, fiscales o penales: una verdadera monstruosidad.
Con esa lamentable decisión,
la Comisión pasó de ser una insigne defensora de última instancia de los
derechos humanos más sagrados como la vida, la integridad, la libertad de
expresión e incluso de derechos políticos, económicos, sociales y culturales, a
convertirse en un actor político irresponsable, que intentó transgredir el
derecho a la soberanía nacional, el Estado de Derecho y la división de poderes
de Colombia.
No es la primera vez que un
órgano de derechos humanos excede su competencia ni la primera vez que bajo el
pretexto de la protección de los derechos humanos viola el principio de
soberanía y de autodeterminación de los pueblos. La línea fronteriza entre las
dos cosas es tenue, pero en casos como este la transgresión es evidente. La
Comisión se volvió un cómplice activo de la marrullería jurídica de Petro para
quedarse en el poder.
Ya veremos qué decisiones
toma Petro en los próximos días. Ojalá que en lugar de convertirse en un
enemigo adicional de la paz al lado de su otrora archienemigo Álvaro Uribe,
utilice su inteligencia y capacidad de liderazgo para contribuir a la
reconciliación nacional que el país necesita. Y ojalá que la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos deje de intervenir en política, siga su
propia jurisprudencia y vuelva a ser el instrumento valioso de protección de
los derechos humanos que debe ser.