sábado, 22 de marzo de 2014

La involución del alcalde

Gustavo Petro ha sido un hombre valioso para la democracia colombiana. Tras abandonar las armas se comprometió con la paz y le cumplió al país la promesa de integrarse a la lucha política y a la sociedad civil. Demostró que la reconciliación es posible.

En la época en que el Congreso estaba conformado en más de un 40% por políticos apoyados por el paramilitarismo, delató con vehemencia la presunta relación de Álvaro Uribe con las CONVIVIR, los paramilitares y el narcotráfico. Gracias a sus investigaciones tuvimos mejores elementos de juicio para concluir qué tipo de Presidente había elegido Colombia.

Después Petro denunció el carrusel de la contratación de Samuel Moreno y algunos de sus compañeros de partido político de aquel entonces. También denunció el silencio cómplice del Senador Jorge Robledo y las directivas de su partido. Gracias a su denuncia en este frente tuvimos mejores elementos de juicio para concluir qué tipo de partido era el Polo.

En suma, Petro siempre defendió banderas importantes, se reconcilió con el país y la vida, y luchó con vehemencia contra la corrupción. Se hizo merecedor de aplausos y muestras de gratitud de todos los colombianos – entre los cuales me incluyo – por esas acciones, así como por algunos de sus logros a la cabeza de Bogotá, incluyendo la reducción de homicidios, el reconocimiento del derecho a un mínimo vital gratuito de agua potable o la prohibición de las corridas de toros.

Tristemente, de ese hombre admirable queda poco. Petro terminó por hacer todo aquello que criticó y a lo que se opuso durante muchos años. Para empezar, después de haber denunciado durante largos lustros la mala administración pública, se convirtió en un pésimo administrador en su condición de alcalde, a pesar de algunos de los logros alcanzados bajo su liderazgo. Fue notaria su improvisación en muchos asuntos, así como su incapacidad para solucionar problemas de forma creativa y concertada.

La movilidad de Bogotá no podría ser peor, la infraestructura está hecha añicos, la sostenibilidad fiscal lograda tras un esfuerzo inmenso se fue por el caño, el problema del aseo de la ciudad sigue sin solución definitiva y no pudieron construirse miles de las viviendas gratuitas asignadas por el gobierno nacional para las familias más pobres.

Por si fuera poco, utilizó bienes y recursos públicos, tales como el Palacio Liévano y al Canal Capital en desarrollo de su lucha por trasladar al escenario de la política su oposición a un conjunto de decisiones de la Procuraduría y de la rama judicial, atacando a dichas instituciones bajo la acusación de estar dirigidas por “fascistas” y “oligarcas”, una acusación bastante irresponsable, igual de irresponsable a las acusaciones de quienes en años recientes tildaron a Petro de “guerrillero”.

Además, en lugar de ayudar a educar a la ciudadanía en los valores de la solidaridad, el respeto y la fraternidad, se encargó de educarla en los valores del desprecio, el odio y la lucha de clases. Se convirtió así en un remedo patético de seres que hasta entonces habían sido inferiores a él, como el Comandante Hugo Chávez y su heredero Nicolás Maduro.

Después de haber denunciado durante décadas el poder y la manipulación de los medios de comunicación, diseñó y puso en marcha uno de los mayores proyectos de manipulación mediática emprendidos jamás por nuestra clase política.

Durante los primeros meses de su gobierno, Canal Capital iba por buen camino, visibilizando problemas y  recuperando la memoria extraviada de los colombianos. Poco tiempo después, sin embargo, convirtió a ese canal público en el mayor instrumento de propaganda política de nuestra historia reciente.

De paso, el Director de Canal Capital, Hollman Morris, de periodista eminente y demócrata comprometido, pasó a ser un propagandista habilidoso al servicio de un hombre que fue inferior a su misión histórica y al encargo del pueblo que votó por él.

Finalmente, Petro usufructuó con éxito relativo el Sistema Interamericano de Derechos Humanos bajo el argumento de la violación al debido proceso y a sus derechos políticos por parte de las instancias que instruyeron el proceso disciplinario en su contra en Colombia.

La Comisión Interamericana, contrariando su propia doctrina que establece que el Sistema Interamericano no debe operar como una cuarta instancia sino como un sistema residual para la protección de los derechos humanos en los casos en que el Estado denunciado haya denegado el debido proceso o el acceso a la justicia, tomó una decisión que puso en entredicho la legitimidad de todo el Sistema.

En lugar de cumplir de forma ágil con su deber de revisar el cumplimiento de los requisitos que establece el sistema para determinar la admisibilidad de una petición, incluyendo el agotamiento de los recursos internos, decidió expedir una resolución de medidas cautelares que le evitó provisionalmente la obligación de pronunciarse de fondo sobre la admisibilidad del caso, el cual a todas luces no cumplía con los requisitos exigidos por el Sistema.

Si se hubiera pronunciado de fondo sobre la admisibilidad de la demanda - ¡y sí que tuvo tiempo para revisar si se cumplían o no los requisitos: más de 5 meses! – hubiera rechazado de plano la solicitud de Petro y sus abogados. En cambio, al disponer la adopción de medidas cautelares la Comisión sentó un precedente nefasto: cualquier persona o personas - ¡y en particular los políticos o autoridades públicas de cualquier país! - pueden acudir al sistema para pedir medidas cautelares cuando las autoridades judiciales, disciplinarias o fiscales de sus respectivas jurisdicciones, amenacen con destituirlos por la comisión de infracciones disciplinarias, fiscales o penales: una verdadera monstruosidad.

Con esa lamentable decisión, la Comisión pasó de ser una insigne defensora de última instancia de los derechos humanos más sagrados como la vida, la integridad, la libertad de expresión e incluso de derechos políticos, económicos, sociales y culturales, a convertirse en un actor político irresponsable, que intentó transgredir el derecho a la soberanía nacional, el Estado de Derecho y la división de poderes de Colombia.

No es la primera vez que un órgano de derechos humanos excede su competencia ni la primera vez que bajo el pretexto de la protección de los derechos humanos viola el principio de soberanía y de autodeterminación de los pueblos. La línea fronteriza entre las dos cosas es tenue, pero en casos como este la transgresión es evidente. La Comisión se volvió un cómplice activo de la marrullería jurídica de Petro para quedarse en el poder.

Ya veremos qué decisiones toma Petro en los próximos días. Ojalá que en lugar de convertirse en un enemigo adicional de la paz al lado de su otrora archienemigo Álvaro Uribe, utilice su inteligencia y capacidad de liderazgo para contribuir a la reconciliación nacional que el país necesita. Y ojalá que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos deje de intervenir en política, siga su propia jurisprudencia y vuelva a ser el instrumento valioso de protección de los derechos humanos que debe ser.